Dudaba sobre qué querían decirme los días al amanecer cada mañana, pero aquella tarde en que los segundos fueron cada vez más largos, los pasos más lentos y la conciencia más sabia, supe que dejó de ser nube gris para ser flor.
Borracha, la intimidad del vapor de agua se inmiscuyó en el pensamiento y empujó a su soledad a llover sobre el continente negro.
Y llovió…
Y arrasaron las premisas profundamente en la noche.
No asustarse si a una le tiemblan las piernas en el momento preciso de cabalgar sobre las nubes
Flotar, equilibrada, sobre la voluntad del día en dejarse anochecer
No cuestionar a las flores que se ponen colorete
Manzanas rojas para la desnutrición emocional
No perder de vista el camino hacia ninguna parte, donde mar y tierra se besan para no estar juntos jamás
No desperdiciar ni una sola lágrima (úsala para limpiar los cristales o regar las plantas)
Subirle el volumen a la risa cuando la prisa se detenga
Bailar con tacones de aguja sobre la cuerda floja mientras se precipita al vacío el miedo
Saborear los labios navegables y perfumar la curiosidad con café recién hecho
Respetar el descanso de las estatuas que se dejan caer
Perder la costumbre de acostumbrarse a la estúpida norma de morir
Viajar de polizón entre el viento sur del otoño para soplarle a las letras de la indolencia
Dejarse vivir, sempiterna