Aunque toda la vida





A veces la nostalgia te encoge la energía
A veces los objetos sonríen, o lloran
y yo no sé qué decir.
Otras veces nosotros mismos somos poesía
A veces, quizá siempre, o tal vez nunca...
yo también digo "aunque toda la vida".

 

Poema de José Angel Buesa.
Voz de Rafael Turia.


EN UN DESCAMPADO ENCUENTRA, QUIEN QUIERA, LA FLOR MÁS BELLA. Juan G. Olivares.



Los pétalos de las  margaritas sonaban a cascabeles cuando la imperceptible gravedad aún me mantenía unida al suelo. El cuarto estaba oscuro, apenas iluminado por una vela de bajo consumo que se apagaba a la vez que mi gesto, e impregnado de un olor a desconcierto que jamás sabré atribuir a ningún objeto.
Flores, un vaso de agua medio lleno, ni siquiera un espejo.
El tiempo detenido durante diez minutos era ya irreversible, como la vuelta a la realidad de aquel cuerpo que yacía sobre la cama sin pulso, salado y muerto.


Un lunes de Abril, siete de la mañana.
Las cortinas traspasaban la pronta claridad con que les iluminaría parte del día mientras,  sobre la mesita, comenzaba a parpadear la luz del despertador.
Ella se había enamorado de los amaneceres junto a los que, cada mañana, desayunaba la primera ola del mar, dejándole al corazón un pequeño hueco para bostezar la quimera, ya irrealizable, de la que se había despertado. Hacía tres meses que se había olvidado de la doctrinal vida de la ciudad, donde hasta el izado de persianas, al unísono, acababa con cualquier sueño vespertino de adormilarse en domingo.
Afortunada, desde aquella ventana con vistas al mar, disfrutaba cada mañana de una brisa que no compartía con nadie, entregándose laboriosa y, casi sumisa, al gratuito y esponjoso día.
Después del ritual pagano donde una dosis de cafeína le ayudaba a despabilar, el altar de su habitación lucía pletórico jarrones de margaritas amarillas mientras una blusa deshilachada exudaba los últimos versos con que le había deleitado la noche. Con su sonrisa de plastilina se abalanzaba sobre el día, que la apresuraba a trotar a golpe de moca y con un estornudado pataleo.
Siempre acariciaba las flores, y ellas, a veces, le sonreían.



Su reciente trabajo mal remunerado, recopilar conchas, agujerearlas y enlazarlas en un cordón grueso tricolor, suponía una propina de no más de diez euros al día, con los que desayunaba, comía y cenaba a expensas de lo que le regalaba el mar, que era mucho menos de lo que le había quitado aquella corbata vestida de hombre.

Aquel año llegaba despacio el jueves santo de Abril, mientras la bruma empapaba un cartón escrito en su conciencia que decía: “Se traspasa vida”. Y así dejaba la puerta de su vida desahuciada entreabierta, por si de gaceta en boletín, alguien la quisiera robar.

Se acostaba cada noche con los párrafos de una vieja revista, deshaciéndolos en poemas inventados que sonaban a tango argentino, ni siquiera recordaba a cual.
Sin hogar, sin trabajo de tacón y con una manta a cuadros, escapaba cada mañana de una casa de tres paredes, lanzándose hacia el enorme felpudo de arena que le tendía la playa.
Y así vivía, robándole a la primavera lo que el verano le quiso quitar.

Antes de que se la llevara la soledad, se le atropellaron las palabras en la garganta intentando desahogar el “basta” que se le había apretado en el pecho. Le gritó “basta” al Sistema, a todos y a nadie, pero entre todos, nadie la oyó gritar.

Se la llevaron cuando atardecía, aunque la sonrisa consiguió quedarse en ese espejo que no había conservado. La mataron un verano de abril, cuando la  esquelética caridad decidió emigrar en busca de un Estado con piedad.




Y es que... una vez hubo primavera, aquella en que hasta las flores de los descampados olían a sal.