Aquí y ahora


No sabía cómo dibujarlo, sólo acertaba a soñarlo.

El ansia de retirada urgente guardaba en la mochila lápices de colores, un par de folios en blanco y un poco de agua de mar.
En cuestión de minutos abandonaba las cumbres para acercarse a una extensión de agua salada sin atisbo de horizonte, durante el mismo tiempo que ahuyentaba a los duendes de la rutina que le envolvían en un remolino feroz.
Desvestía los perjuicios y los colgaba de un grano de arena, mientras dejaba descansar el gesto bajo esa luz tenue que atardece con el tiempo y que, como él, a veces se arruga.
Los abrazos tóxicos ya eran curiosidades de la historia y los besos con carmín historias curiosas para no contar.







Tal vez, mientras escribía, se bebía el destino a sorbos y escupía el pasado desde un estado febril que le hacía delirar:
-“Aquí y ahora, despego a las vocales de sus consonantes, obligándoles a bucear en un jugo descoordinado, para que dejen de ser palabras y se conviertan en siestas flotantes sobre el mar”.
Ayer, hoy, siempre… Paseo de la mano de una mente borracha, de una playa a otra, mientras los pies permanecen inmóviles en el mismo rincón, tal vez...
Así, en continuo movimiento relativo me dejo llevar, mientras el planeta gira.



Lejos de la magia de un paraguas que se pliega en verano y sin dejar de tantear en el bolsillo la pluma doblegada a la intuición, gesticuló un resoplido, tan mudo como asfixiante, que se dejó morir junto a una nube amorfa de color violáceo.
Otra vez se reconocía distorsionada entre la oscuridad, aparentemente sin vida y como sombra reflejada de un ser invisible que decora el vacío del espejo.
Una vez más trepa la enredadera hasta su balcón y observa al sofá sin dueño que duerme junto a la ventana, mientras a ella, los árboles del parque, en el tercer piso, se le desvanecen.

La voz de un despertador suena a eco:
-¿Otra vez?


Aquella noche sólo se oía a la luna manchada aullarle a la mina del lápiz, mientras permanecía, paciente en mi bañera, la última ola sin resaca que me guardé en la mochila para ayudarme a enjuagar al día.

La misma noche en que emprendí el último viaje, una silueta dibujaba frases en sombra sobre este papel:
-¿Otra vez?

Lacónica asiento:
-Sí, otra vez. Pero, ssshhhh... baja la voz,
que por fin el dolor se ha dormido.


Raíles


Ayer volví a viajar en tren. De nuevo me saltó la vida por la ventana, abandonándome a mitad de viaje y dejándome sola con la nuestra, sentada allí enfrente.
En el asiento de al lado, la cartera llena de arrestos que ya no me impresionan y, sobre mis piernas, candada una foto de la que cuelgan grilletes apretados.
Ahórrate el billete de vuelta, he tirado la llave.

No pediré perdón por no ser una línea recta. Sólo me rendiré al traqueteo de este viaje sin destino que me disloca el  hombro sobre el que lloras mientras avanzamos hacia una estación incendiada.

Y ahora, de una vez, llévate a ese fantasma que guardas en la maleta y dile al recuerdo que olvide. Sólo háblale al próximo viaje de los trayectos placenteros que no llevan a ninguna parte.




Y ahora, de una vez, rompe esta cadena y vete.

Sólo era ruido


Detrás de las gafas de sol que ocultan las caricias del amor se esconde la actriz secundaria de su propia vida. Tras la vida se esconde la muerte y, entre ellas, aguarda un gesto acostumbrado a narrar sonrisas, aún cuando de los bostezos sólo escapan castigos.
Ya se han agotado las gasas para tapar las heridas y apenas quedan trozos de piel limpia donde poder descansar.

El ensordecedor tintineo de las latas vacías que, después de ser bebidas, se ahogan en la fosa común desde la que se filtran los gases de la oportunidad, oculta las aceras, tantas veces pisoteadas por los chillidos del alma intentando escapar por la puerta de atrás.
Sólo era ruido, el de las argollas del miedo retorciéndose en espiral, incapaces de soltarse de la cadena que les ata a un grano de arena.
Sólo era un zumbido, ahuyentando los vapores de la decepción y regalando promesas a rebanadas.


Con el puño cerrado, agarrando con fuerza la autoestima, el director da orden de alzar el telón. Mientras tanto, una vez más, el sosiego se escapa por las rejillas de ventilación.




Avanzó tres pasos mirando al suelo, uno por cada década de desamor.
Pesaron los párpados más que el aire y, olvidándose de que sólo había un ensayo general, postrada, sucia y ante un palco vacío, gritó.
Le lloró a los años que guardaba bajo la almohada, sin hacer ruido.


La primera primavera sucedió en invierno.
Aquel invierno era silencio en carne viva y aquella carne se desangró en primavera.
Aunque a pesar de todo, sólo era ruido…