Sin eneros



Sin los eneros donde bostezas 
no hay hálito de vida 
que resurja de entre las hojas muertas.

Sin las hojas que acurrucas a tu paso 
no puedo caminar descalza 
sin dañar el recuerdo de aquella mirada perdida.

Sin enero no hay miradas
ni recuerdos 
ni hojas muertas.

Sin los eneros donde te posas 
no hay cabida para los besos 
que sacian la sed de un encuentro.

Sin encuentros no hay despedidas 
y, sin ellas, 
hay eneros.

Sin eneros tú no existes y, 
sin ti, 
yo me abandono en febrero.



Hasta siempre


Sin ti no hubiera sido capaz de darme cuenta
de que hay errores que no tienen dueño.
No hubiera liberado a este vino
prisionero de aquella copa
que nunca encontró un motivo para brindar.

El viento pasa silbando y
casi sin darme cuenta, te lleva.
Después se calla, dejándome sola
cuando el olor del silencio se viste
con la piel de una vida absurda.

Sin ti la sombra del lápiz se desliza a toda prisa
sobre este borrador
donde anoto algunos recuerdos
y empiezo a reconocer, vagamente,
la imagen que me devuelve el espejo.

La vuelta de hoja, inesperada,
me acerca al final de esta crónica
mientras en el último tercio del libro se desbarata el misterio.
Un alivio, que tengas esa facilidad para desaparecer
en cuanto empiezo a trepar a lo alto del tedio.

Sin ti consigo echarte de menos
sin encender mechas mojadas
condenadas a incendiar lo inerte.
Como ahora, que siento que le robo a la necesidad
sin sentirme culpable.




¡Qué alivio!
Olvidarme del perfume
y recordar el recipiente.
Que ya no me acomode en tu esencia, ni tú en la mía
no es sino un golpe de aire fresco.






                                                                                                                                                                                                   Sin ti no hubiera podido olvidarte, ni renacer, ni desconocerte.

Entre nubes que gotean


¿Nunca te hablé de cuánto me gusta la lluvia, cuando por los interminables centímetros del cristal se desliza la agresividad obligada de esa nube que, exasperada, llora para que yo sonría?
Cuando mi inspiración hace horas extras la lluvia cae sobre una isla rodeada de gotas. Las gotas de lluvia reflexionan sobre el peso de la isla que sustentan. 
La lluvia y la isla, que conviven sin enredarse y se tocan para no olvidarse.




¿Nunca te he contado, lector líquido, cómo se humedece sobre la mesa de papel una pizca de consciencia insolente que desdice el último párrafo, cuando mi corazón se tira en paracaídas y reposa luego, como una rana sobre un nenúfar?



Las palabras que te cambian la vida no se buscan, se encuentran, y a golpe de ariete expulso lo que por esta boca cosida no consigue salir.
Solo así me tropiezo con un sol improvisado el mismo día en que la soledad es invadida por el invierno seco de calma.

Alguna vez, estoy casi segura, te hablé de la impunidad que se esconde en los suburbios de mi armario que, ávido y patas arriba, observa y absorbe las biografías no leídas para sombrearlas desde el tirador desaliñado del que cuelgan.
Alguna vez, quizá, habrás leído que el tiempo y el viento corren en mi contra, obligándome a hacer fuerza para detener a las nubes que se cuelan por mi ventana, como queriendo cubrir este cuarto de neblina y obligándome a vivir a ciegas.
A duras penas, tanteo las palabras para acercarlas a mí.

Estos cristales en blanco y negro que guardo en los ojos me hacen rebuscar entre las palabras que tienen conciencia para venir a anunciarte que hoy, dentro de mi cuarto, ha dejado de llover, aunque detrás de la ventana siga observando como discurren las lágrimas impuestas por otra nube que no es la mía.


Y yo que lucho contra la corriente de segundos que me empuja, he de defenderme cuando me acusan de ser otra distinta a la de ayer.

¿Nunca te hablé de los días que me embobo con olores nuevos?
El chaparrón me tacha de inconstante y yo, desde mi desorden ordenado, siempre le digo:
¡La inconstante no soy yo, es el tiempo!