Ángeles

A los espacios conmemorativos de grado III: que la denuncia resuelle en los pechos inclementes adiestrados en crueldad, que duela el hambre de vida como le duele al recuerdo de quien suplicó piedad.




Huyeron de su propia tierra, donde una mezcla de humo y sangre condenó al desamparado a un exilio forzoso y, muy a su pesar, apresurado. Tanto que, a golpe de bala, cuatrocientas setenta espaldas dejaron olvidada allí su fragilidad.


Tras cuatro días hacinado, sin migas que echarse a la boca, sin más calor que el de cientos de  hombros apretados que difícilmente conseguían temblar, fue empujado del vagón de carga hacia una tierra que olía a rancio, a hielo en pleno Agosto, a hostilidad.
Pronto, varios hombres gritando en alemán les fueron separando en dos grandes grupos. Él fue a parar a uno, su mujer y su hija de apenas seis años, a otro. La niña observaba asustada como su madre, sin dejar de rastrear entre la multitud en busca de la mirada de su marido, le apretaba el pecho contra su cadera que, inconscientemente, vacilaba con las demás. Él quería haber alzado el brazo y proporcionarles un poco de tranquilidad, pero se vio rodeado de verdugos que ni siquiera les permitían mirar a otro horizonte que no fuera el suelo. No se atrevió.
No supo calcular el tiempo que había pasado desde su llegada hasta que los dos colectivos quedaron perfectamente definidos, pero fue en cuestión de segundos cuando pudo ver cómo un hombre enviaba a su familia de vuelta al tren en el que habían llegado.
Esta vez él no se resistió a levantar la mano para despedirse de su mujer y su hija, que continuaban buscándole entre alaridos de desconsuelo, pero la multitud de brazos que se alzaron junto al suyo no se lo permitieron.
En el momento exacto en que la impotencia venció a sus rodillas y éstas se golpearon contra el suelo, los gritos de los no elegidos se perdieron con el vagón a lo lejos. No pudo más que volver la vista atrás y  fijar aquella imagen en la retina. Mientras, una lágrima asustada esperaba a que le dieran permiso para poder salir.

Caminaron seis mil doscientos sesenta y tres pasos hasta llegar a su destino final, y de nuevo sus hinojos, aún doloridos, volvieron a tocar el suelo. Con cierto reparo, levantó la vista para contemplar la sobrecogedora estampa. Decenas de galeotes cabizbajos, que por poco dejaban de respirar para evitar ser amonestados, permanecían arrodillados en un absoluto estado de confusión unos, y de resignación otros.

Sólo unos pocos, frente a ellos, mantenían la cabeza y el orgullo erguidos. Veinte hombres de gesto serio, algunos con una media sonrisa arrogante, se vestían con chaquetas rectas de seis botones de las que colgaban  méritos ocultos en forma de galón. No había en ellos un atisbo de ternura, mucho menos de empatía. Ni siquiera los perros parecían mostrar la menor indulgencia cuando a mordiscos les arrancaban las mangas y destrozaban a jirones su  piel.

Pronto les condujeron hacia la entrada.
El umbral era tosco aunque perfectamente alineado. Cada uno de los bloques de piedra que formaban los muros, incluida la entrada, se ajustaba perfectamente al anterior, dando una sensación de firmeza que dejaba poco lugar a dudas si se les pasaba por la cabeza barajar la fuga.
Los muros de piedra eran altos, y tan grises como lo fueron los días sucesivos de los reos en aquel campo.
Fueron entrando, poco a poco, cruzando bajo las alas de un águila que no parecía querer levantar el vuelo y que les acechaba impaciente, como si fueran carroña.
Sobre el dintel de la puerta se podía leer: “Vosotros que entráis, dejad aquí toda esperanza”.
Para muchos, así fue.
Unos párpados caídos, como intentando tapar una mirada sucia, rieron el discurso de bienvenida:
Cruza el umbral de esta puerta y saldrás por la chimenea de un horno crematorio- anunció orgulloso el Lagerältester.
Su subconsciente, desnudo como su cuerpo, hizo un hueco para albergar la frase, que, como un martillo golpearía su mente en cada despertar.
Desde entonces a la frente del desamparado se le arrugó la incertidumbre.



Una oficina de España recibe una llamada:
¿Qué quieres que haga con ellos?-.le preguntó a su igual en España.
Sin vacilar, y en nombre de una nación, un hombre colgó el teléfono sin dar respuesta alguna.
Así fueron abandonadas a su suerte las vidas de algunos españoles a los que su país les negó el hogar.
Para entonces el apátrida empezaba a morirse de hambre, mientras otros mascaban, a boca llena, la tragedia.



Fue él, junto con sus compatriotas, quien levanto cada uno de los barracones donde se vivirían las muertes, donde se morirían las vidas. Un hormiguero de  trajes a rayas, con números por nombre, “S” por nacionalidad y un triangulo azul indicando que pertenecían a ninguna parte, deambulaba por las dependencias de aquella cárcel infame sin más aliento que el de la supervivencia.

Ya se había acostumbrado al café hecho con agua de roble, incluso al mendrugo de pan duro que recibía cada día, a las seis y cuarto. Para los estómagos de otros parecía ser suficiente.
Todo estaba perfectamente calculado para que el café, el pan y las sopas conservaran los cuerpos vivos en torno a seis o nueve meses. Él llevaba allí poco más de cuatro.

Subían 186 escalones tallados a mano diez o doce veces al día, cada uno de altura distinta al anterior. En sus espaldas portaban el granito que encerraría su libertad, y en su cara llevaban el odio, callado, hacia aquellos que cada treinta escalones les ponían la zancadilla, les fustigaban con látigos o, en el mejor de los casos, les insultaban.
Si se les ocurría expirar en el trayecto que cubría la escalera de la muerte, de una patada eran arrojados al fondo de la cantera. Así volaban los esqueletos de 40 Kilos por el aire. Aire que les daba la libertad por unos segundos, aunque fuera post mortem.



Aquel domingo se despertó muy cansado y, como todos los días, con los únicos harapos que tenía. Nunca se quitaban la ropa para dormir. En aquel lugar las mantas eran menester de muchos y lujo para unos pocos, por lo que las órdenes de no cerrar nunca las ventanas para que ninguna de las dos habitaciones se impregnara del olor a fatiga, no les permitía conciliar el sueño más de dos horas seguidas.
Dos de los tres compatriotas con los que compartía litera ya se habían puesto en pie. El tercero era sostenido por los otros dos, casi inerte, dispuesto a pasar por última vez el recuento de cada mañana.
Era cuestión de minutos pasar por el lavabo para asearse y volver a la habitación antes de que llegaran los kapos, de modo que abrazó la cara de su compañero exhausto y corrió a lavarse la cara. Se colocó junto a sus camaradas apenas diez segundos antes de que la inquisición entrara por la puerta. Diez segundos que hubieran firmado su muerte.
Sesenta y tres cerdos vivos y  cuatro bajas – gritó uno de los hombres de chaqueta.
Ordenaron colocar a su compañero de litera sobre el suelo, junto a otros tres que apenas conservaban ya fuerzas para respirar y, a fuerza de empujones, les sacaron de la habitación.
Ese día no se encendieron las chimeneas, por lo que adivinaron que el destino de al menos ochenta y cuatro presos, enfermos de tifus, les había condenado a morir en la cámara de gas.
Salió al patio para colocarse en la fila y recibir el desayuno, mientras sus dos camaradas se enfrentaban al ayuno a cambio de trasladar a su compañero a las duchas.
Ni siquiera había salido el sol cuando un foco iluminaba intermitentemente el tenderete donde tres hombres repartían las miserias de pan y agua.
Mientras ellos se atusaban la bufanda, él no paraba de frotarse las manos para sobrellevar el hambre y el frío con que amanecía el día.
Era viernes, 14 de noviembre de 1941.
Nada más echar a andar, y con el sucedáneo de café frío aún corriéndole por el cuerpo, escuchó un disparo. Debían ser al menos cincuenta en la esquina oeste del patio, o tal vez cuarenta y nueve. Recordó su propia entrada al ver a aquellos hombres desnudos, encogidos por el ambiente helador que rondaba los siete grados bajo cero. Como también le había sucedido a él, temblaban de frío y de miedo.
Ahora te raparan la cabeza y te obligaran a tomar baños en agua de zotal. Así empezará el escozor en la piel, y no pararán hasta que consigan ver arder tu alma – musitó.
Uno de los guardas que les escoltaban, el que alcanzó a escuchar sus palabras, rió. Mientras, la mano de obra continuaba su camino en grupo hacia la cantera.

Los escalones tenían una capa de hielo que les dificultaba la, ya de por sí, ardua tarea. El catalán intentaba cargar la piedra de 20 kilos, pero se le clavaba como un cuchillo en la espalda. Resbalaba, y cuanto más empeño ponía en no caer, más fuerte era el dolor por todo el cuerpo.
Vamos, vamos! –le animaban sus amigos.
Fue inútil.
En el peldaño noventa, calló desplomado.
Se acercaron dos guardianes. El primero señalaba hacia el fondo de la cantera, mientras que el otro insistía a base de noes con la cabeza. Finalmente venció el segundo.
Serían las once de la mañana cuando se lo llevaron en brazos a la enfermería. No volvió.
Setenta y cinco horas después, veinte hombres y otras tantas esperanzas exhalaron su último suspiro dentro de una bañera helada que, a la altura de la cintura,  les invitó a morir por, tal y como registraban los hombres de chaqueta,  causa natural.




El 5 de mayo de 1945, sesenta y un ángeles nacieron en Mauthausen, aunque Él ya se había escapado apenas dos meses antes… en forma de humo.




3 comentarios:

  1. "...donde se vivirían las muertes, donde se morirían las vidas..." Qué relato! Decir que tengo los pelos de punta es poco... Increíble como sin haber estado allí...estuve...
    Que las palabras sigan sirviendo para que no nos olvidemos...
    Gracias porque por fin los escribiste!

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  2. Tanto mata el que empuña el arma como el que la ve empuñar y no hace nada... Esta masacre la llevaron a cabo los alemanes y, aunque nos pese, los españoles.

    Gracias Angy, por arrancar esta segunda mecha una vez más!

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  3. Espeluznante.
    La capacidad para escribir es directamente proporcional a la capacidad del escritor para estar donde nunca estuvo.
    Quien estuvo y , aun hoy , puede dar testimonio, siempre redundan en las mismas palabras. No hay que olvidar. Te has convertido hoy en voz de tantos y tantos que fueron y los que , muy probablemente serán. Te honra.
    Terrible y valiente relato Geminiana. Enhorabuena y gracias. Salgo de esta página afectado.

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