Margaritas amarillas

No habían pasado dos meses y aún seguía esperando.
Apenas se apreciaba el color original de la alacena al que desterraba la capa de polvo que, como ella, se dejaba caer. Las noches eran demasiado largas para poder soportar con dignidad el desasosiego que le producía la oscura soledad. Los días ya no eran días, y los árboles ni siquiera eran verdes a sus ojos.
Cada vez que el reloj de pared advertía que era la hora en punto, despertaba de la muerte en la que estaba sumida, y poco a poco moría de nuevo, como el minuto que agoniza desde el tercer segundo, a sabiendas de que sólo es cuestión de tiempo que no vuelva a ser…

Hubo un lunes en que él no volvió, como de costumbre, con la margarita recién cortada a desterrar a la tristeza. Hubo un día en que se apagó la antorcha que iluminaba el camino de doble sentido. Hubo un sueño que enmudeció aquel día.














Y desde entonces, ahí fuera el jardín ilumina sus ojos tristes...
                                                                                                        colmado de margaritas amarillas.


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